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En qué momento se jodió el Atlántico

Parte del malestar que suscita la escena en el Despacho Oval estriba en el feroz desencanto al que invita a millones de personas de todo el planeta, educadas en el hechizo de EEUU como nación tutelar que ilumina el horizonte

Volodimir Zelenski y Donald Trump, en el Despacho Oval.
Volodimir Zelenski y Donald Trump, en el Despacho Oval.Efe
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No hará falta un Tucídides para levantar acta de la rueda de prensa de Trump y Zelenski, con el desbaratador Vance de por medio. Millones fuimos testigos de la debacle. Fue como ver caer un piano de cola por el hueco de una escalera, tras subirlo a pulso diez plantas. Mala, pésima política, aunque buena televisión, como apuntó Trump. Se ha extendido el supuesto de la encerrona, pero soy más partidario -por defecto, con las cosas humanas- de la tesis del accidente estruendoso. Las cosas que salen mal suelen salir mal por descuido, no por designio. Poco importa. Que la reunión no fuera una emboscada sibilina no significa que no hubiera grandes dosis de mala fe y un soterrado deseo de autosabotaje. También es posible creer que la conducta de los anfitriones fue indigna y, a la vez, que el huésped se equivocó. Zelenski había ido a Washington a cerrar un acuerdo, no a debatir. En un momento del intercambio, el ucraniano quiso tener razón -porque la tenía- olvidando que en la vida, muchas veces, tener razón no es razón suficiente y a menudo no es lo más importante.

Esto dicho, Zelenski no merecía reprimenda. Las personas tenemos los defectos de nuestras virtudes y el mismo carácter combativo que llevó al ucraniano a polemizar imprudentemente en el Despacho Oval fue lo que le hizo permanecer en su puesto y plantar batalla al invasor. Cansado, sometido a un estrés difícil de imaginar y en una lengua que no domina, sintió que debía corregir el relato falaz que se abría paso. El lance no despinta su leyenda. Los mentideros diplomáticos le endosan parte de la culpa de lo ocurrido, pero ante la opinión pública mundial y de su país, queda su imagen de líder valeroso que no se deja avasallar. El coste reputacional, en cambio, es grande para Estados Unidos. Encerrona o no, Trump y sus asesores permitieron que el sanctasanctórum de la democracia más antigua del mundo moderno se convirtiera en escenario público de una humillación verbal. América se hizo pequeña el 28 de febrero y parte del malestar que suscita la escena estriba en el feroz desencanto al que invita a millones de personas de todo el planeta, educadas en el hechizo de Estados Unidos como nación tutelar que ilumina el horizonte. El mismo malestar que genera en el espectador el plano secuencia que abre la película The Brutalist: la cámara sigue al protagonista, un refugiado judío, por la oscuridad de la bodega del barco que lo lleva a Nueva York, hasta salir a cubierta y tener su primera visión de la Estatua de la Libertad, que el director muestra torcida, como metáfora y preludio de otros torcimientos. Ninguna historia de inmigración es fácil, si bien la película me pareció injusta con el historial de Estados Unidos como tierra de acogida. Como occidental, me resisto todavía a creer que Estados Unidos y Europa no compartan destino, aunque estos días sea inevitable no preguntarse en qué momento, Zavalita, se nos jodió el Atlántico.